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Cascos, chalecos, rodilleras... Tantos materiales para proteger nuestras frágiles vidas que no tenían mucho que hacer contra el fuego enemigo que esperaba con rabia nuestra llegada para dar fin a esta guerra totalmente innecesaria. De lo que no nos protegen es del dolor de nuestra alma, ese que tan solo se calmaría con la llegada de nuestra vuelta al hogar, con nuestros seres amados y por los que para darles de comer hoy hemos llegado aquí.
Pisadas sobre el terreno arenisco que dejan muestra de nuestro paso, huellas que dejarán marcados nuestro corazón y nuestro recuerdo porque nadie podrá olvidar ésto. Dirigirnos a las desesperada por las sendas del infierno convertido en paraíso para los lobos hambrientos de seres humanos. Corremos y nos atrincheramos esperando el momento del ataque. Nadie puede volver para atrás, locuras muy poco ocurrentes para regalar la vida a los carroñeros que revolotean por el cielo soleado, asfixiante y despejado, para que Dios quiere ver como se ajustician a los hombres llenos de pecado.
Cargamos nuestras armas mientras sentimos como pasan las balas, imparables, atravesando todo lo que pueden con su potencia devastadora, solo se ven frenadas cuando alcanzan a pobre desprevenido, al desesperado o al valiente insensato que recorre los caminos hacía la muerte con suma despreocupación y sin creyendo que en esto hay una nueva oportunidad.
Los amigos, hermanos y vecinos van cayendo, son duros golpes que impactan contra el pecho dejándote muy dolorido y sin ninguna reacción al respecto si no intentar salvarles con tu manos recogiendo su cabeza e intentando convencerles de que todo esto pronto pasará. El siguiente paso es levantarse y lleno de rabia perder la cabeza, todo es injusto pero el destino te dejó los restos para perro que nunca nadie quiso. Eres consciente de que no tienes ninguna oportunidad pero crees más conveniente llegar al final de ninguna parte, correr en círculos hasta que tu energía se acabe, rodas por el suelo hasta que la arena te empape y te hunda en sus lamentos.
Levantas la mirada por encima de la trinchera, observas cuál es el paisaje para poder hacer frente a tanta indecisión. Los hombres parecen haber abandonado la razón, retroceder en el tiempo, volver a sus inicios y volverse animales de nuevo. Actúan por instinto, el más fuerte ganará la partida, podrá vivir y tendrá la oportunidad de volver a casa, pero quizá no haya vuelta a casa.
Puede ser que la victoria nos recompense con nuestra vuelta, pero quizás, nuestro alma se quede entre aquellas dunas, puede que jamás podamos volver a ser el mismo, puede que perdamos nuestros sueños, valores, ideas y que jamás volvamos a ser quienes fuimos. Podemos morir y ser cuerpos carentes de sentido por la vida e incapaces de sentir y vivir como alguna vez lo hicimos.
Aunque la guerra también se haya iniciado en mi cabeza parece que se resolverá por la vía más fácil para no vivir un segundo infierno. Me dispongo a levantarme cuando uno de mis compañeros malheridos me sujeta con sus últimas fuerzas y recoge algo del suelo que parece haberse caído.
Abrí esa medalla, pude ver en ella la foto de mi esposa que parecía atravesarme con sus ojos mi mirada y parecía decirme que no era demasiado tarde para volver a casa. No pude contener las lágrimas y volvía a agacharme y me dejé caer sobre el suelo. Mi compañero asustado y triste me pidió que me fuese y que salvase mi vida por él y su familia, le miré y le dí un abrazo levantándome y le di las gracias.
Me marcho, para volver a mi casa, creo que he entendido que mi sitio no está aquí y que lo que quiero es poder decir por última vez a mi familia el día que vaya a morir que les quiero y que jamás habría podido soportar todo ésto sin ellos.
Corrí todo lo rápido que pude cuando sentí que una bala me atravesaba la espalda y caía desplomado sobre el suelo sintiendo el calor de la vieja arena que me daba la bienvenida. Un dolor que paralizaba todo mi sentir que estaba vivo en cada momento cuando sentí la mano de alguien sobre mi pecho.
Al final todo resultó ser un sueño, nada había ocurrido, nada jamás había existido y solo pude decirle a mi mujer que miraba sentada en la cama con su cara de preocupación lo mucho que la amaba.
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